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El luto se ha consolidado como la demostración más fiel de dolor por la muerte de un ser querido. Impuesto en el siglo XVI por los Reyes Católicos, el luto se erigió como una costumbre obligada en la España de nuestros antepasados. Con reglas de vestimenta, duración, tabúes y mitos, aún encontramos vestigios de esta antigua usanza, cada vez más desarraigada, en muchos pueblos del país así como en culturas más cerradas, como la del pueblo gitano.
El de hoy, es un artículo dedicado al luto practicado antiguamente en España, con sus preceptos establecidos por la sociedad de la época y con sus particulares usos, que son hoy para nosotros, por su extravagancia, interesantes curiosidades.
Se abordará, también, la evolución que ha experimentado el concepto de la muerte, que ha estado aderezado con, prácticamente, todas las creencias imperantes de cada época, así como las vestimentas y los períodos tradicionales de luto.
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EL ORIGEN DEL LUTO
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Uno de los aspectos más desconocidos del luto es que su origen obedece a un conjunto de leyes y reglamentos dispuestos por los Reyes Católicos.
En el siglo XVI, a raíz de la muerte del príncipe Juan, en 1497, y debido a una serie de sucesos funestos acaecidos en la corte, los Reyes Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla ordenaron la Pragmática de Luto y Cera, por la cual, el luto debía representarse con el color negro.
Anteriormente, el luto era blanco, es decir, se vestía de blanco, y fue a partir de esta pragmática cuando se prescribió que la manifestación de dolor y pena por la muerte de un ser querido debía hacerse con el negro. En esta Ley también se prohibía la presencia de plañideras en los velatorios y cortejos fúnebres, así como los gritos y escandalosos llantos de dolor, propios de las mujeres (que merecen un apartado en este artículo). Se pretendía, así, que la muerte se oficiara con una ceremonia luctuosa y recatada.
Parece ser que esta era la finalidad de la pragmática, pero hay mandatos contemplados en esta ley que propasan su razonamiento y que hoy no se entienden. Así, por ejemplo, se prohibió el afeitarse la barba a los habitantes de la corte burgalesa, siendo sancionados con quince días de cárcel a los barberos quebrantadores. Sacrificios del aspecto personal de esta índole veremos más adelante.
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El porqué del color negro como exteriorización de lo trágico debe su explicación a que el negro es el color de la noche, de la oscuridad, del misterio, de lo tétrico. La muerte ha evocado siempre miedo, y ese miedo se expresa con el negro, según argumenta Enrique Casas (1947) en su libro Costumbres españolas de nacimiento, casamiento y muerte. Con el luto se condenaba a los parientes y amigos del finado al estado de tristeza, de retraimiento, pero también a la parquedad en adornos, a la vida piadosa, a la reclusión y a la soledad; porque el luto no sólo consistía en llevar vestimenta negra, sino además en una serie de actitudes y prácticas dirigidas a vivir sumido en la tristeza, tanto individual como del entorno más próximo.
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Durante el primer año de luto, la mujer viuda lo pasaba recluida en una habitación tapizada de negro, en la que no penetraba el sol. Al pasar ese año, pasaba a morar en una habitación de tonos claros pero desprovista de decoración tanto en paredes como en mesas. Se alejaba de todo lo superfluo y de lo lujoso. La misma actitud adoptaba la señora viuda con su vestimenta y su vida social. La mujer enlutada del siglo XVII llevaba un traje capaz de imponer miedo a los más valientes, según cuenta Enrique Casas, “negra toca, negro vestido, negra la batista que caía más abajo de las rodillas, negra la muselina que circundaba el rostro y le cubría la garganta, ocultando la cabellera; negro el manto de tafetán que hasta los pies le tapaba; negro el sombrero de anchas alas, sujeto a la barbilla con cintas de seda negras”, nos relata el mismo autor.
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Era tan sumamente severo el luto en España que hubo que reprobarlo en el Concilio de Toledo; y en 1729, Felipe V definió una nueva pragmática de lutos cuyas medidas más sobresalientes, para hacerse una idea de cómo se ejercía el luto en aquella época, fueron estas:
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1) Se limita el luto a seis meses y a los consanguíneos del fallecido.
2) Se definen que los tejidos con los que debían estar confeccionados los trajes de luto de la nobleza por la muerte de un vasallo. Estos tejidos eran el paño, la bayeta o la lanilla de color negro.
3) Se prohíbe que las iglesias decoraran sus paredes, bancos y ataúdes con sedas de colores durante los funerales por considerarlos frívolos y desacordes con un acto tan triste.
4) Se restringe el uso del color negro en el interior de las viviendas, permitiendo sólo el uso de alfombras y cortinas de luto en el aposento principal de la casa.
5) Se veda el carruaje negro de luto que usaban los señores.
6) Se establece el uso de libreas de luto para los criados, fabricadas en paño de color negro y no de seda, por ser un tejido fastuoso.
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El sucesor de Felipe V, Carlos III, reglamentó a mediados del siglo XVIII una nueva pragmática sobre lutos en la que se prescribía, incluso, el número de velas que habían de encenderse alrededor de la cama mortuoria (ocho velas, concretamente) y las telas que debían gastarse durante el período de luto.
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Los reglamentos que se recogen en estas leyes han quedado postergados del marco legislativo actual, pero forman parte del acervo cultural. Se trata de costumbres que, aunque desfiguradas, han persistido en la sociedad, como son el llevar el atuendo en color negro, orlar las esquelas mortuorias con la franja negra, la manifestación de dolor y quietud de los más allegados al difunto, o el aislamiento social provocado por el decaimiento o tristeza interior.
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Antiguamente, esta serie de demostraciones de dolor por la muerte, o el luto, era mucho más exagerado, llegando a extremos de abnegación profunda. Aunque el dolor fuera sincero, la sociedad imponía un conjunto de obligaciones que todo el colectivo debía cumplir para mostrarse fiel a la persona fallecida. Una de las mayores muestras de abnegación o sacrificio era renunciar a la vida social durante un lapso determinado de tiempo (veremos los períodos más adelante), comer frugalmente, llevar una vida austera y vestir de negro. Promesas más exageradas, y que registran muchos autores, son el no cortarse el pelo, afeitarse o cambiarse de ropa en un año.
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El luto de antes puede sintetizarse en estos términos: recogimiento, silencio, clausura, vida piadosa y muestra de pesadumbre, todos ellos mucho más acentuados en el género femenino.
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LAS MUJERES Y EL LUTO
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La dependencia de la mujer al hombre ha sido una constante en pueblos de bajo nivel cultural de todo el mundo. En la actualidad, existen pueblos salvajes que mantienen inveteradas ciertas costumbres y creencias, hoy inconcebibles en el mundo occidental. Es tal la inferioridad de la mujer en algunas culturas, que consideran que no son merecedoras de vivir si enviudan, y, si lo hacen, tienen que que hacerlo en el más hondo cautiverio y amargura, porque así lo dispone la comunidad.
En sociedades primitivas, cuando una mujer quedaba viuda, ésta no podía contraer matrimonio durante el período de luto, que podía oscilar entre los cuatro años (indios americanos) o toda la vida (pueblos brahamanes de la India o mahometanos, por ejemplo). La razón que alegaba la comunidad era que la viuda traía mala suerte porque llevaba el espíritu del marido y la enfermedad que le condujo a la muerte (la esposa estaba infectada). Por este motivo, se las sometía a ritos purificadores o incluso se les sacrificaba.
El ejemplo más claro y conocido de sacrificio de mujer que enviuda lo encontramos en las tradicionales castas indias, que asesinaban a las mujeres en la pira aduciendo que así comenzarían una nueva vida, ya que sin el marido les sería imposible ser felices. Muchas veces eran conducidas a este sacrificio convencidas por sacerdotes y familiares, e incluso, en contra de su voluntad. “Se arguyó que la continuidad de la vida de las viudas sin el marido era un castigo mayor que el de la muerte. Se las sometió a toda clase de presiones y abusos, tanto físicos como espirituales llegando al extremo de ser consideradas como pájaros de mal agüero” (Fielding, W.J).
En el año 1905 el gobierno británico prohibió esta cruel práctica, aunque ha existido también en pueblos vándalos, tribus de África y en tribus de islas de Oceanía.
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Centrándonos en el caso de España, es una evidencia que, antaño, a las viudas se las ha culpabilizado de la muerte del marido socialmente. No se trata de culpa en sentido estricto, sino de una culpa de sentimiento que adquirían las viudas, aleccionadas por la comunidad. Esta situación acentuaba aún más su luto, en un intento de declararse más condolidas y culpables.
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El luto de las viudas de principios del siglo XX consistía en ir vestidas de pies a cabeza de color negro, inclusive los complementos, como el abanico, pendientes, bolso, zapatos y collares. Las únicas piedras que las mujeres podían llevar en sus joyas eran el azabache, la amatista y el ónice, por tratarse de piedras oscuras.
El negro, así, copaba la vida de quien lloraba por la pérdida de un ser querido. Si pertenecía a una familia acaudalada, preparaba caballos y carruajes negros; vestía a los criados con libreas negras y daba la bienvenida al color del luto en la casa, tanto en las cortinas como en el servicio de mesa.
Por otro lado, es sobradamente reconocido que las mujeres reaccionan ante la muerte de un allegado con manifestaciones de dolor mucho más visibles que los hombres. Antiguamente, las reacciones llegaban a ser calamitosas, pues sin el hombre no eran nada. Por esta razón, a las mujeres no se les permitía asistir a los entierros, para evitar los estremecedores ayes de dolor y las situaciones de delirio que les hacían mesarse la cabellera o arañarse la cara. Enrique Casas (1947) relataba lo siguiente: <(al cortejo fúnebre) con la cabeza velada, lanzando gritos desgarradores, y sus amigas aguijoneaban su desesperación con frases como “todo se ha perdido para tí, no te queda sino perecer”>>.
Cuenta el autor que la Ley de Guernica consiguió prescribir que las mujeres tuvieran cautela con su propio cuerpo durante el duelo.
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La figura de la viuda angustiada de dolor dio origen a las ancestrales plañideras, que eran mujeres contratadas para a llorar en los cortejos fúnebres. Iban enlutadas, desgreñadas, pálidas de dolor e iban lanzando llantos. Las plañideras desaparecieron en los años 50, aunque continuaron en algunas poblaciones españolas más tiempo. Parece ser que el servicio de estas mujeres servía para darle notoriedad al entierro, porque contra más pesadumbre entre las mujeres, mayor era la tragedia de aquella pérdida.
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Todavía en los años setenta, estaba mal visto que las mujeres asistieran a los entierros. Poco a poco, con la evolución de la mentalidad, las mujeres fueron haciéndose libres para elegir, y ahora nuestro género asiste si quiere.
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LAS DIFERENTES CONCEPCIONES DEL LUTO
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En la religión cristiana, la muerte no se percibe como un lance triste y trágico, pues el alma pasa a la gloria eterna. El pueblo de la vieja España, el de la carestía y de la miseria, concebía la muerte como tránsito natural, aunque ensalzado con todos los rituales precedentes a una muerte digna que garantizase la compañía de Dios en el cielo. De ahí que fuera indispensable el viático antes de perecer, y los sufragios en honor al difunto. Era la mentalidad del antiguo pueblo español, pobre y resignado, que no tenía más esperanza que ampararse en la doctrina de Fe para asimilar la muerte. Pero también era el pueblo poco instruido, el abducido por mitos y creencias del ideario popular desprovistos de comprobación alguna, y que a veces les hacía la vida más difícil. Se pueden enumerar un sinfín de costumbres de luto que se han llevado a la práctica en mucho puntos del país, que carecen de sentido alguno, pero que giran siempre en torno a las ideas de sacrificio, dolor, recogimiento y silencio, osea, muerte en vida. Se consideraba la muerte como un trance positivo, pero el dolor por la pérdida era inevitable.
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Existe también otra concepción, quizá la sostenida por el pueblo ateo, que fundamenta el luto en el miedo universal a la muerte, y que, por ello, la asocia con el color negro, el color del misterio y de lo tétrico.
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Por último, podríamos mencionar la idea de la muerte como un paso natural y compartido de la vida del hombre, que es el que dominante desde los años setenta hasta ahora, y en el que desaparecen multitud de rituales, ceremonias y usos de luto que tenían como fin ahuyentar al muerto, hacer público que se estaba de luto o sumirse más aún en la tristeza.
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EL LUTO EN LA CASA Y EN EL VECINDARIO
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Como se ha mencionado antes, las mujeres enlutadas del siglo XVII y XVIII iban ataviadas de negro de pies a cabeza, se encerraban en habitaciones revestidas de negro, desmantelaban todo elemento decorativo y se alejaban de la vida social y del ocio durante el período de luto, que podía durar, en caso de fallecimiento del marido, entre dos años a toda la vida, si así se lo marcaba ella.
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Antiguamente, en el País Vasco, las novias se casaban de negro dando principio a la que sería su mortaja. Este vestido lo colgaban en la campana de la chimenea para que se culotara, cuenta Enrique Casas, y lo hacían bendecir un Jueves o Viernes Santo.
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La muerte de un vecino significaba la implicación de todo el vecindario, participando en el cortejo fúnebre y con la obligación moral de dar el pésame a la familia del difunto. Las persona que iba a dar el pésame o que asistía al velatorio o funeral del difunto debía ir vestida de luto y sin expresar alegría.
Antes del siglo XX, el fallecimiento de un vecino era anunciado por un voceador que vestía de negro y comunicaba el fatídico suceso doblando campanillas por las casas o dando toques con un bastón. Los vecinos iban trasladando la noticia de unos a otros, y, de este modo, el funeral era un acto profusamente concurrido.
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Otra de las señales que anunciaban una defunción era la puerta de la casa a medio abrir, que indicaba que en su interior se velaba a un muerto. Dentro de la vivienda estaba preparada la cámara mortuoria, la habitación más espaciosa despojada de muebles, cuadros, cortinas, floreros y de todo objeto que deslumbrase. Al principio, se dejaba la puerta medio abierta ocho días, tiempo que permanecía allí el cadáver, pero después, en los años cincuenta, la ley redujo ese tiempo a 24 horas.
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También era costumbre poner una franja negra en la cortina de la puerta o en los balcones, y se tapaba el escudo familiar, si lo había, en señal de luto.
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La persona que estaba de luto debía utilizar tarjetas, papel y sobres de luto con franja negra. Esta franja, que simboliza luto, aún se mantiene en las esquelas de los periódicos y algunas tarjetas de funeral, oraciones o novenarios, siendo estos los últimos vestigios que quedan de la comunicación en luto.
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En los años cincuenta, en muchas aldeas españolas era obligatorio que los vecinos participaran en el cortejo fúnebre, siendo sancionados con multas quienes no fueran. Los asistentes al cortejo vestían con sombrero de copa y capa, en el caso de los hombres, y las mujeres vestían con capucha, mantilla negra o velo. Si la familia no era adinerada, el atuendo de etiqueta de los hombres se pasaba de padres a hijos, pues era preceptivo que se fuera así vestido.
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En la ciudad, se usaba chaqué, corbata negra, guantes negros y chistera. Abrigo negro u oscuro, también, si era invierno. Las mujeres iban con trajes o vestidos de color negro. En el apartado siguiente se detallará de qué se componía el atuendo de luto completo.
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LOS ANTIGUOS PERÍODOS DE LUTO Y EL VESTIDO
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En los años cincuenta y sesenta, aquellas personas que demostraban su afecto y dolor por la muerte de un ser querido, llevaban luto durante un período de tiempo que se describe a continuación. Hay que resaltar que estos lapsos han ido cambiando a lo largo del tiempo, siendo más amplios antes y más reducidos y flexibles después de esas décadas:
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- Por la muerte del esposo o esposa, el cónyuge llevaba luto riguroso dos años más seis meses de alivio de luto, para relajarse del negro.
- Por la muerte de un hijo, los padres llevaban dos años de riguroso luto más seis meses de alivio, también.
- Por la muerte del padre o de la madre, los hijos llevaban luto un año más seis meses de alivio de luto.
- Por la muerte de un hermano, los hermanos guardaban seis meses de luto riguroso.
- Por la muerte de los abuelos, los nietos guardaban seis meses de luto riguroso más tres meses de alivio.
- Por la muerte de un tío o tía, los sobrinos mantenían tres meses de luto.
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Estos períodos, que estaban así definidos por la sociedad de la época, podían dilatarse en el tiempo en función del cariño que le uniera con el difunto.
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El luto riguroso consistía en permanecer apartado de la vida social, ir ataviado de negro y en alejarse de toda actividad de ocio. La clausura en la vivienda duraba tres meses en el caso de las viudas o hijos del fallecido/a. Pasado el transcurso de luto, se pasaba al medio luto, en el que se llevaban colores apagados como el gris o el malva.
Con los años, poco a poco se iría desaprobando esta norma social, hasta desaparecer en nuestros días.
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Antes de los años sesenta, el luto del hombre viudo consistía en ir ataviado de negro, al menos el primer año, y luego de gris o colores sobrios. Como distintivos de luto, portaba una cinta negra de paño o de gasa en el sombrero; gemelos negros; franja negra en el pico de las solapas de la chaqueta y una banda de paño también negra alrededor de la manga izquierda de la americana.
Por su parte, las mujeres llevaban la pena negra, que era un velo largo de crespón que se colocaban en el sombrero de forma que les tapara el rostro. Este velo cubría el vestido, que era también de color negro, alcanzando la espalda. La pena dejó de usarse en los años sesenta, aunque en el algunos núcleos rurales siguió usándose (Armenteras, 1959). Este atavío fue reemplazado por un fino velo de gasa negra que se echaba al rostro el día del entierro y que se enrollaba al cuello como si fuera una bufanda.
Los complementos del luto de antes de los años sesenta, obviamente eran también negros.
Hay que resaltar, como nota importante, que el velo de luto de las mujeres sólo ha sido utilizado en los países católicos. En los estados protestantes, si acaso para la ceremonia fúnebre.
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Imagen de abajo: cortejo fúnebre por la muerte de Maurice Chevalier (Revista Hola, nº 1429, año 1972).
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En los años sesenta se produce el paulatino cambio hacia la libertad del luto. Los niños dejaron de llevarlo y, si moría un pariente cercano, se les vestía sobrios en señal de respeto pero huyendo del infausto negro, que comenzaba a ser señal de mal agüero.
Hoy, cuando alguien fallece, se comunica el suceso por la prensa, a través de esquelas, y el vecindario tiene noticia inmediata de la muerte porque ve pasar el coche fúnebre. El luto como expresión de pena sólo se lleva en sepelios oficiales.
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Tengamos en cuenta una cosa primordial: que, aunque se haya pasado de moda el infeliz negro del luto, la expresión de dolor y pesar debe ser sincera. No asistamos nunca a un velatorio o funeral sin que haya existido unión con el difunto o su familia, ni mucho menos nos mostremos fingidamente afligidos. La muerte merece un cristalino respeto que nunca hay que violar. La norma permite que expresemos nuestras condolencias en tarjetas o cartas de pésame, de las que hablaremos en otro momento.
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